Historia en un Taxi

- ¿Estás seguro de lo que me estás diciendo?
–No puedo creerlo. Empiezo a respirar profundo.  No debo alterarme.
-Solo queremos evitar futuros inconvenientes –me responde calmadamente uno de los dos. Sigo sin entender de qué diablos hablan.
- ¿Qué inconvenientes? ¿Con qué base me pides que me marche de la reunión y que no vuelva a aparecerme en futuras reuniones? –Respiro para no nublarme por la cólera y poder defender mejor mis puntos.
- ¡No tenemos por qué darte explicaciones Anika! –me responde el otro, alterado por mi reacción. No he bajado la cabeza ni me he asustado como, imagino, pensó que reaccionaría.
-Para que lo sepas –dije mirándolo directamente –solo vine a pasar una bonita noche, como siempre lo he hecho las veces que he venido. Y te recuerdo que tú me invitaste.
- ¡Será mejor que te retires Anika! –Tengo que enterrar las uñas en mis manos para controlarme – Ya lo hemos decidido.


Subiendo las escaleras del lugar empiezo a sentirme mal. Me han echado por acusaciones calumniosas. Todo el revuelo que se alza actualmente, no es la verdad de las cosas. Estoy fuera del local tratando de calmarme. Siendo sincera, esperé cualquier tipo de reacción menos que me echaran al final. Tengo el estómago contraído y ganas de desollar gente, ganas de responder, de pelear, ganas de llorar de cólera y una tristeza enorme al mismo tiempo por cómo está terminando la noche.

Camino hasta la avenida más concurrida, a dos cuadras del lugar, y estiro el brazo para detener un taxi. La estaba pasando bien en la reunión, conversando y conociendo a más personas hasta que me echaron.

No es justo.

Un station wagon se detiene a mi lado. Veo al conductor, de unos 38 años y corpulento, mirándome las piernas descubiertas por la falda negra que llevo. Su mirada recorre desde la punta de mis tacones hasta mi cintura. Me fastidia y me gusta que hagan eso. Uhmmm…

La Chica de la Esquina

La puerta de la casa se abrió como cada viernes a la misma hora, a la una de la mañana.  Ella salió con su abrigo negro que la cubría entera contra el frio de la estación. Hermosa, con su cabello sujetado en una cola al lado derecho de su cabeza, maquillaje perfecto, sus ojos negros enmarcados en un cat eye que resaltaba el brillo de su mirada. Desde la ventana de mi segundo piso, escondido detrás de las cortinas, la contemplaba ansioso con unos binoculares para ver lo que sucedería a continuación. Nunca hemos cruzado palabra pero debía reconocer que me tenía encandilado. Era la cuarta vez que ella salía a recibir lo suyo. Mi mano estaba metida dentro de mis pantalones, acariciando lentamente mi miembro duro. No quería correrme antes que ella.

Se paró en la esquina y se abrió el abrigo, haciendo que cayera lentamente sobre sus hombros, como si besara su piel en el trayecto hacia el piso. Cada viernes lucía uno de sus vestiditos, un babydoll diferente. Hoy era uno negro que rozaba sus gruesos muslos, transparencia que flotaba sobre su vientre y con unas copas que combinaba el negro base con una tribales turquesas, colores que combinaban perfectamente con su piel trigueña. Y zapatos negros de cuñas altísimas. Pero esta vez había algo diferente. Tenía muñequeras y tobilleras que, si no se equivocaba, eran de cuero y tenían unas argollas de acero en cada una. Raro pero no pude conjeturar. El Yaris negro llegó puntual.

Estacionó y bajó el mismo hombre de terno plomo como todos los viernes. ¿Eran cuerdas lo que tiene en las manos? Ella sonrió al verlo y sus manos volaron a su espalda. Su mirada coqueta y el vaivén de su cuerpo nos conquistó a los dos. Él le dijo algo y la sonrisa de ella se ensanchó al mismo tiempo que una de sus manos viajaba hacia su vientre y lo movía en círculos. Se estaba masturbando para Él. Sus labios pintados de rojo se entreabrieron y sus ojos no se despegaban de los del hombre. Un momento después le bajó las copas dejando sus senos al aire, los rozó pero, a diferencias de otros viernes, retorció sus pezones, haciendo que el rostro de ella se contrajera. Le debía doler, pero en lugar de indignarme, me gustaba ver sus rostro, su mueca de dolor pero con la mirada en sus ojos que pedía que se los retorciera más. Mi mano empezaba a subir la velocidad sobre mi polla.

Recuerdo

Rachel se desnudó lentamente. Con la mirada al piso, avergonzada, acomodaba sus prendas en una silla y luego se acercó a la cama, respiró profundo y su cuerpo cayó al piso de rodillas, con la frente en el piso y las manos delante de su cabeza.

Su respiración se hizo profunda, esperando, tratando de oír sus movimientos pero nada. Solo sentía su mirada sobre ella.

- ¿Qué haré contigo? –su voz resonó en la habitación y Rachel empezó a morderse los labios al escucharlo. La emoción floreció en su pecho cuando su Señor se levantó de la cama, se acercó y le quitó la larga cabellera que todavía caía sobre ella – Me gusta ver tu espalda. Marcada –ella tragó un gemido –con líneas rojizas y violetas, delgadas, gruesas… -Rachel oyó que se quitaba el cinturón, que se acercaba a ella y acarició sutilmente su espalda, haciéndola estremecer - ¡Quieta! –se alejó y sin aviso lanzó el primer correazo.

La espalda de Rachel se alzó, pero no debía, sabía que no debía moverse. Él se acercó rápidamente a ella.

- ¡Te dije que quieta! –Gruñó pisándole la cabeza - ¿Entendido? –preguntó apretando su mejilla contra el piso.

-Sí mi Señor –respondió ella. Él quitó el pie de su cabeza, se alejó y lanzó el segundo correazo. Esta vez se retorció un poco pero su espalda siguió quebrada. Gimió mordiéndose los labios cuando cayó el tercero, gritó levemente para el cuarto, fue más sonoro el gemido del quinto y al sexto correazo gritó fuerte, así como para el séptimo.

A la Fuerza

Sally caminaba rápido, lo que los elevados tacones negros y el ajustado vestido rojo escarlata se lo permitían. Sujetaba con fuerza el abrigo negro y su bolso. Su cerquillo se pegaba a su frente sudorosa y deseaba una liga para sujetarse el cabello que ondeaba al viento por la carrera.

Él era un hombre más alto que ella y de amplia espalda, chompa de lana, jeans y zapatillas. No sabía quién era pero ella se percató que la había seguido durante tres días desde el trabajo a su casa. Hoy siente que está cerca aunque aún no lo ha visto detrás de ella como días antes. Buscó nerviosa en su bolsa las llaves y con mano temblorosa abrió la puerta, entró a la velocidad de la luz y cerró, apoyando la espalda como tranca. Dio unas cinco respiraciones profundas para tratar de calmar sus nervios y respirar con normalidad.

Un poco más tranquila, se dio cuenta que su pequeña gatita no salió a recibirla. Preocupada avanzó a cinco pasos cuando una mano gigantesca la agarró del cabello con fuerza. Sorprendida y asustada, sus manos viajaron directamente a las manos que, jalándola de su cabello, la estrellaron de cara a la pared más cercana.

Era Él, el que la seguía. Era más corpulento de lo que imaginó.

Él metió una de sus piernas entre las suyas para abrirla y apoyó su tórax contra su espalda para aprisionarla contra la pared. Cogió sus muñecas y las bajó detrás de la espalda para ponerle unas esposas y aprisionarla. Gritó, chilló, rogó, pero Él siguió con lo suyo. La amordazó con una pañoleta y la lanzó con brusquedad sobre su amplio sofá negro. Ella lloraba, el miedo la abrumaba. Trató de averiguar si su atacante era alguien conocido pero ninguna de sus amistades tenía esa contextura ni usaba ese perfume.

La Niña Rebelde

Mary, a sus 29 años, tenía como regla no involucrarse con alguien del trabajo pero Él siempre le pareció especial, diferente a todos los que trabajaban con ella en el colegio. Un caballero inteligente, respetuoso, cariñoso y comprensivo. Un hombre que a sus 72 años bien vividos, con la apariencia de un abuelito querendón, hacía notar su estima y orgullo hacia ella. La defendía, la apoyaba, la aconsejaba o corregía sus errores.

Siempre habían tenido una buena conexión en el trabajo pero jamás se le pasó a Mary por la cabeza que tendrían algo más que los pudiera unir hasta que un día, cuando la veía sentada en la sala de profesores, acarició su cabeza cual dueño acariciaba a su gato. Aquella mañana algo cambió.

“Sabes que te has comportado mal ¿Verdad? No debiste responder de esa manera en la reunión. Debiste controlar tu carácter ¿No es así Mary?” Ella parpadeó una vez señalando que estaba de acuerdo, como Él le había indicado que lo hiciera pues al tener en la boca dos plumones gruesos sujetándolos con los dientes y sellados con cinta de embalaje, le era imposible hablar. Él estaba sentado en un sofá, alejado de ella, observando su obra de arte, analizando lo que había hecho con su cuerpo y era solo el comienzo.

Mary tenía el rostro ladeado, la mejilla izquierda pegada al escritorio al lado de aquel ventanal que mostraba el cielo gris, con los brazos extendidos hacia las esquinas y sujetados también con cinta cual cadenas a las patas del mueble. Sus senos erectos estaban pegados, apretados contra la superficie plana y fría; las rodillas separadas, cada una al lado de sus caderas y con su culo redondo al aire. Mary estaba abierta y dispuesta para Él, con la respiración pesada y sonora, con la espalda subiendo y bajando en el proceso, con la sangre corriendo veloz dentro de sus venas por lo que vendría, con el corazón latiendo en su garganta por un miedo excitante, por la espera eterna de unos pocos minutos antes de su actuar. El sudor en su piel demostraba que lo anhelaba. Su vagina jugosa empapaba ya sus gruesos muslos. Sus ojos negros se abrieron a más no poder cuando Él se puso de pie y tomó la regla de madera que estaba en el estante.

De a Tres

La habitación estaba en penumbras y yo desnuda, con mis manos unidas a mi espalda, de pie y emocionada delante de mi Señor y al lado de Candace, mi nueva amiga, una mujer de suave piel canela, de cuerpo hermoso, senos duros como piedras, rostro fino y cortos cabellos oscuros que le tapaban los ojos. Una buena mujer, una dulce sumisa.

Estaba expectante y excitada por los látigos que nos mostraba a detalle, un poco temerosa por el grueso cinturón, curiosa por la máscara y emocionada por el collar. La piel me picaba y aun no me había tocado el cuero pero cuando nos latigueó suavemente, mi cuerpo reaccionó, comenzó a encenderse. Quería sentirlo más fuerte en mis brazos, en mi espalda, en mis piernas, en mis nalgas; ver rojo, morado y verde cada parte de mí, pero Él se detuvo.

Me colocó la máscara y tranquilicé mi respiración. El sonido asfixiante que retumbaba en mis oídos empezó a disminuir poco a poco, respirando por la nariz y botando el aire por la boca. Tenía que controlar mis nervios. Vamos, podía hacerlo, no me dejaría vencer por mi claustrofobia esa noche. Al collar que le puso a Candace y a la máscara que me prestó unió cadenas y, como sus perras que somos, nos sacó a pasear por el pasillo del hotel. No importaba el frío y sucio piso, gateábamos contentas, balanceando las caderas, un brazo delante y luego el otro, los antebrazos rozando nuestros senos y nuestros ojos pegados a Él, quien jalaba con seguridad innata las cadenas. Un corto pero inolvidable primer paseo fuera de una habitación para mí. Cuando regresamos, le quitó el collar a ella y a mí la máscara. Respiré hondamente y emocionada miraba de reojo los látigos y la correa que estaban en la cama.

La Entrega

Ella estaba nerviosa, con la respiración entrecortada y la sangre corriéndole frenética por las venas. Pero a pesar de eso, estaba excitada. Recibió su mensaje hace un momento, avisándole que llegaría en cinco minutos… Cinco largos minutos. Bien, iba a hacerlo. En cinco minutos iba a…

La puerta se abrió lentamente sin aviso alguno, haciendo que su corazón se paralice. ¿Pasaron los cinco minutos? Eso no importaba, su razón se esfumó. Ella cerró los ojos y su cuerpo actuó por sí solo. Sus rodillas se doblaron buscando la solidez del piso, su frente y sus manos igual. Nunca habría imaginado que amaría estar así.

Sintió que la miraba, escuchó su respiración, su energía llenó el lugar y eso la puso a temblar. Le ordenó que se pusiera de pie y le indicó la manera correcta de la posición que había adoptado, guiada de una referencia de una amiga. Su respiración se hizo profunda, haciendo que ella se sintiera más nerviosa pero más húmeda. Le indicó que se sentara en la cama y le habló como usualmente lo haría en un parque o en un café, explicándole sobre posiciones goreanas y sobre las tigresas blancas, entre otras cosas que ella escuchaba y grababa atentamente, embelesada por el sonido de su voz, los tonos profundos y graves con que su voz penetraba en su mente. 

Se puso de pie, invitándola a hacer lo mismo, la llevó al baño frente al espejo y colocó, prestada por esa noche, un collar de sumisión. Ella quedó hipnotizada frente a su reflejo. Sus ojos recorrían su garganta, analizando cada detalle de ese collar, naciendo un sentimiento cálido dentro de ella.