La Niña Rebelde

Mary, a sus 29 años, tenía como regla no involucrarse con alguien del trabajo pero Él siempre le pareció especial, diferente a todos los que trabajaban con ella en el colegio. Un caballero inteligente, respetuoso, cariñoso y comprensivo. Un hombre que a sus 72 años bien vividos, con la apariencia de un abuelito querendón, hacía notar su estima y orgullo hacia ella. La defendía, la apoyaba, la aconsejaba o corregía sus errores.

Siempre habían tenido una buena conexión en el trabajo pero jamás se le pasó a Mary por la cabeza que tendrían algo más que los pudiera unir hasta que un día, cuando la veía sentada en la sala de profesores, acarició su cabeza cual dueño acariciaba a su gato. Aquella mañana algo cambió.

“Sabes que te has comportado mal ¿Verdad? No debiste responder de esa manera en la reunión. Debiste controlar tu carácter ¿No es así Mary?” Ella parpadeó una vez señalando que estaba de acuerdo, como Él le había indicado que lo hiciera pues al tener en la boca dos plumones gruesos sujetándolos con los dientes y sellados con cinta de embalaje, le era imposible hablar. Él estaba sentado en un sofá, alejado de ella, observando su obra de arte, analizando lo que había hecho con su cuerpo y era solo el comienzo.

Mary tenía el rostro ladeado, la mejilla izquierda pegada al escritorio al lado de aquel ventanal que mostraba el cielo gris, con los brazos extendidos hacia las esquinas y sujetados también con cinta cual cadenas a las patas del mueble. Sus senos erectos estaban pegados, apretados contra la superficie plana y fría; las rodillas separadas, cada una al lado de sus caderas y con su culo redondo al aire. Mary estaba abierta y dispuesta para Él, con la respiración pesada y sonora, con la espalda subiendo y bajando en el proceso, con la sangre corriendo veloz dentro de sus venas por lo que vendría, con el corazón latiendo en su garganta por un miedo excitante, por la espera eterna de unos pocos minutos antes de su actuar. El sudor en su piel demostraba que lo anhelaba. Su vagina jugosa empapaba ya sus gruesos muslos. Sus ojos negros se abrieron a más no poder cuando Él se puso de pie y tomó la regla de madera que estaba en el estante.


“¿Se volverá a repetir lo que hiciste?” Mary parpadeó dos veces. No lo volvería a hacer, no quería decepcionarlo de nuevo. Él se acercó, acarició su frente y se la besó. Ella cerró los ojos disfrutando de la caricia cuando el sonido de la regla chocando contra la piel de sus brazos la sorprendió haciéndola saltar, ahogando un profundo gemido en su boca.

Un reglazo, y las tetas empezaron a hormiguearle. Dos reglazos, y sentía su ano dilatarse. Tres reglazos, y su coño palpitaba. Cuatro reglazos, y pequeñas lágrimas corrían por sus mejillas pero no era de dolor. Cinco reglazos, y su mente empezaba a quedar en blanco. Seis reglazos, y luchaba por controlar su orgasmo, sabía que Él no había terminado. Tres reglazos en cada brazo y sabía que faltaba.

No abrió los ojos pero sus oídos le avisaron cuando dejó en la mesa la regla de madera y luego no oyó más, hasta que un sonido metálico la alertó.

“Eres una chica rebelde y debes aprender a controlarte” Le dijo con voz grave sacando la gruesa correa negra de su pantalón.

Se acercó a su cuerpo y acomodó su cabello a un lado, dejando su espalda al descubierto. Puso el cinturón ante sus ojos y suavemente recorrió su hombro, zigzagueó lentamente sobre su espalda, haciendo que Mary ahogue suspiros en su garganta. La correa de cuero siguió su recorrido aletargado hasta el final de la espalda, acariciando como quien no quiere su rosáceo ano, besando fugazmente su vagina exquisita. Mary se sintió en el limbo ante tales caricias pero al oír el zumbido de la correa viajando en el aire, alcanzó a cerrar los ojos con fuerza antes de que el cuero golpee su nalga derecha.
“Cuenta niña atrevida. Quiero que cuentes” Mary quería reírse y preguntarle como lo haría con su boca ocupada pero otro correazo le quitó la altanería. “Sé lo que estás pensando. No te pases de graciosa” ella parpadeó una vez.

“Uno” gritó ininteligible, ahora su nalga izquierda ardía. Él no se andaba con dulzura cuando de usar la correa se trataba. “Dos”, otra vez su nalga derecha. El dolor era mucho pero le gustaba. “Tres”, en su nalga izquierda. Estaba emocionada por ver las marcas rojizas en su piel. Pero más por demostrarle que había aprendido. “Cuatro”, gimió con fuerza, apretando las manos, apretando su coño. Esta vez su espalda recibió el correazo. Las lágrimas raudas salían de sus ojos por el dolor y los fluidos emanaban de su vagina. Era una contradicción para el mundo pero no para ellos. “Cinco” el último correazo en su espalda. Sentía duro el clítoris y estaba por gritar por un orgasmo cuando Él dejó la correa en la mesa y se acercó a un estante donde cogió la caja donde se guardan los plumones de pizarra.

En la pequeña habitación solo se escuchaba la respiración pesada de Mary, su pecho subía y bajaba con rapidez. El aire que salía de su nariz empeñaba la cinta de su boca, el sudor la recorría entera y el orgasmo a puertas de llegar. “Te corres y te quedarás así hasta mañana” Mary quiso sonreír “Lo sé, puta exhibicionista, eso quisieras ¿verdad?” Él la conocía muy bien y antes de que ella pudiera pensar en una respuesta, introdujo en su coño cuatro plumones a la fuerza.

Mary sostuvo la respiración, tratando de controlar su cuerpo para no correrse sin permiso. Él empezó a meter y sacar con rapidez los cuatro plumones gruesos, haciendo rebalsar el néctar de Mary por sus muslos. Ella logró sujetarse a la mesa y aferrarse como salvavidas para controlar el poderoso orgasmo que sentía cuando un plumón fue introducido en su ano. Él metía y sacaba los cinco plumones al mismo, con la misma velocidad e intensidad.

Ella empezó a gemir y quería gritar, vociferar, maldecir, decir cómo se sentía en ese momento pero tenía la mente en blanco y la boca la tenía sellada, Su vientre empezaba a retorcerse y a hacerse más y más caliente. Su Señor empezó a morder sus nalgas y ella empezó a lloriquear pero no de dolor. Mary quería venirse. “Si gatita, córrete para mí. Hazlo” y ella se corrió, justo cuando su Señor le mordió con fuerza detrás de su muslo derecho. Mary sentía los muslos mojados y el cuerpo pesado pero al mismo tiempo, estaba relajada, libre, feliz. Su Señor estaba complacido con ella, haciéndolo notar cuando acariciaba con cuidado su espalda y su culo.

Con los ojos cerrados escuchó que Él caminaba a su alrededor. Su mano acarició su mejilla y le quitó de un tirón la cinta y luego los plumones. “¿Estás bien mi rebelde niña?” le preguntó acariciando su rostro y su cabeza. A Mary se le dibujó una sonrisa como respuesta.

“Muy bien mi Señor”

Yukari Taslim

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